La célebre bailarina rusa Anna Pavlova.
La
magnífica bailarina rusa Anna Pavlova convirtió “La muerte del cisne” en una obra maestra mundial y en el símbolo
del ballet ruso. Actuó en América Latina realizando innumerables giras desde
1915 hasta 1928, visitando Cuba, México, Perú, Chile, Uruguay, Argentina,
Brasil, Venezuela, Panamá y Costa Rica.
En 1917, la famosa Anna
Pavlova, visitó Venezuela realizando funciones en Caracas y Puerto Cabello. El
hecho causó una admiración tan grande que hasta el mismo Benemérito General
Juan Vicente Gómez, Presidente de la República, hombre asiduo a las artes, disfrutó su perfomance y mandó a hacer para la célebre
invitada, un cofre en cuya tapa se podía leer el apellido de la artista hecho en
morocotas, monedas de oro de la época, como obsequio por sus presentaciones
triunfales en tierra venezolana.
Aquella visita tuvo como
principal valor que despertó un interés inusitado por el ballet. Por tal
motivo, es considerado como el comienzo del arte dancístico en Venezuela, ya que, a raíz de ciertas gestiones del Presidente Gómez su difusión se expandió considerablemente en el país.
Sentidas palabras de la famosa bailarina rusa Anna Pavlova para Venezuela y el General Juan Vicente Gómez, Presidente de la República, quien le obsequió un hermoso presente en agradecimiento por sus actuaciones en nuestro país.
Debut de Anna Pavlova en el Teatro
Municipal de Caracas
Teatro Municipal de Caracas.
El libro escrito por Carlos
Salas “100 Años del Teatro Municipal”,
señala sobre la histórica visita de la gran bailarina rusa, lo siguiente:
“Al concluir el año 1917 fue
presentada Anna Pavlova, traída a Caracas por la Sociedad de Cines y
Espectáculos. Esta notable compañía de ballet, se estrenó la noche del 17 de
noviembre de 1917 con el siguiente programa:
Primera parte: “La muñeca encantada”, de Iván
Claustine.
Segunda parte: “La noche de Walpurgis”, de la ópera Fausto,
de Gounod; y “Divertissements”, de
Jemandowski; “Pas de trois”, de
Strauss; “La Libélula” de Kreisler; “Minuet”, de Paderewski; “Pizzicato”, polka de Drigo; “Vals de la Primavera”, de Meyer Helmund
y “Gavota Pavlova”, de Lincke,
bailada por la Pavlova y el notable bailarín Volinini.
En otras funciones de la
compañía de Anna Pavlova presentó los siguientes bailables: “La flauta mágica”, de Drigo; “Invitación a la danza”, de Karl Von
Weber; “Amarilla”, baile dramático
egipcio; “Chopinianas”, de Chopin; “La muerte del Cisne”, baile escrito
especialmente para la Pavlova por Miguel Fokine sobre la música de Saint-Saens,
y “Giselle”, en un arreglo de
Claustine para Anna Pavlova.
El 1 de diciembre de 1917, fue
celebrado el homenaje a la excelsa bailarina con el siguiente programa:
1. “Orfeo”, baile de la ópera del mismo nombre.
2. “Copos de nieve”, de Tchaikowski.
3. “Divertissements”, con la Pavlova, el gran Volinini y todo el
cuerpo de baile.
El 6 de diciembre de 1917, fue la despedida de la compañía con un
programa variado en el que se estrenó “La
Gavota Gutiérrez”, dedicada a la gran bailarina por el maestro compositor
Pedro Elías Gutiérrez.
A la Pavlova, como a muchas
otras artistas de valía, dedicaron bellísimas crónicas y versos, nuestros más
prestigiosos poetas, entre ellos A. J. Calcaño Herrera que ofrendó a la genial
bailarina el siguiente soneto:
Anna Pavlova en La Muerte del Cisne
A un
trémolo brillante, de tal suerte
surge
la diosa, en el lunar paisaje,
que
finge un ave huyendo en el follaje
donde
sintió los pasos de la muerte. . .
Maravilla
del Arte, se convierte
en
un cisne ideal; y al mismo encaje
palpita
con el ansia de un plumaje
hasta
que al ave se doblega inerte.
Y en
ilusión poética imagino
que
al volver, temblorosa, al camerino
y
desprenderse de sus níveas galas
nota
en su cuerpo sonrosadas huellas...
las
cuales sueño que no son más bellas
en
un cisne privado de las alas.
************
A la gran bailarina Anna Pavlova
le gustaban las excursiones, y aquí en Caracas visitó el Paseo El Calvario,
observando los cisnes de la fuente, que en tiempos pasados hubo allí”.
En la revista cultural venezolana
“Actualidades”, de fecha 19 de
noviembre de 1917, aparecen publicadas unas fotografías de Anna Pavlova,
tomadas por el fotógrafo venezolano Luis F. Toro “Torito”.
La Pavlova en el Teatro Municipal de
Puerto Cabello
Anna Pavlova, la famosa reina del ballet mundial, se
presentó también en el Teatro Municipal de Puerto Cabello, el 20 de diciembre
de 1917. La célebre bailarina rusa, luego de finalizar sus actuaciones en la
ciudad de Caracas, capital de Venezuela, decidió emprender su gira artística a
Colón, Panamá, pero al no encontrarse disponibles barcos para realizar el viaje
desde La Guaira, su compañía tuvo que trasladarse hasta Puerto Cabello (Edo. Carabobo).
El tiempo que demoró la tramitación para embarcarse y poder zarpar rumbo a
Panamá en el barco “El Guárico”, le
permitió actuar en el Teatro Municipal de Puerto Cabello por casualidades del
destino. Aproximadamente unas doscientas personas acudieron desde la capital
carabobeña a la cita por tren y automóvil. Esa noche Anna Pavlova, interpretó “Hojas de Otoño” y “La Muerte del Cisne”,
entre otras danzas.
“Cuando se abrió el telón, reinaba
un silencio religioso. Por fin apareció en el escenario la radiante sacerdotisa
de la danza, vestida de blanco... Venía de recorrer ochocientos mil kilómetros
en todas las latitudes del mundo. Sonó la música de Saint-Saens, y aquella
mujer etérea, se volvió un cisne. Los abanicos de sus alas danzan y danzan... Y
ya moribundo, se agotan y el cisne muere”.
Así describió el valenciano don Luis Taborda, en una de sus crónicas, su
impresión sobre la famosa bailarina que
deslumbró a los venezolanos.
Como homenaje y recuerdo a su memoria el Teatro Municipal de Puerto Cabello
bautizó una de sus salas con su nombre.
“Desde
que Anna Pavlova, por obra y gracia de su genio insuperable, puso ante nuestros
ojos atónitos el prodigio de su arte, el baile, que hasta entonces tenía su
modesta culminación en los elementos de Opera más o menos seleccionados, y en
una que otra danzarina de segundo orden, cobró de pronto su verdadero prestigio
al traducirse en la expresión clara y sublime de aquellos poemas de color y
euritmia de las inolvidables noches pavlovanas.
Desde
entonces la danza clásica, fue revelación en nuestra conciencia”. Así lo relató para la revista venezolana “Billiken”,
Pepe Moya, el 26 de septiembre de 1931.
RECUERDOS DE UNA PRINCESA DE LA DANZA
Escrito por: Anna Pavlova.
Mis primeros recuerdos
remontan a la época en que vivía con mi madre en un pequeño apartamento en San
Petersburgo. Era hija única y mi padre había muerto cuando yo tenía dos años.
Mi madre era una mujer piadosa y me enseñó a recitar oraciones ante el ícono
santo de nuestro salón: una Virgen de rostro dulce y triste, cuya mirada
parecía bajar hacia mí con inefable expresión de ternura. Fue mi amiga, y todas
las noches le confiaba mis pequeñas cuitas y mis magras alegrías de niña.
Éramos muy pobres, y sin
embargo mi madre halló siempre el medio de procurarme algunos placeres
inesperados. Así, en las Pascuas, tenía siempre el huevo gigantesco y
simbólico, lleno de juguetes ocultos. Para quien me decía: “Vas a ver el país de las Hadas”.
La música de “La Bella del Bosque Durmiente” es de
nuestro gran Tchaikovsky. Desde los primeros compases de la orquesta, me volví
grave y me sentí turbada por el primer estremecimiento de la Belleza, y cuando
se alzó el telón no pude contener un grito de alegría.
En el segundo acto, una
deliciosa teoría de jovencitas y de donceles danzan un vals exquisito.
¿No
querrías tu bailar así? Me preguntó mi madre sonriente.
Oh! No, respondí, querría
bailar como la bella dama del bosque durmiente. Algún día, yo seré la Beldad
durmiente y como ella, danzaré aquí, en este teatro.
Mi madre murmuró yo no sé
qué cosa, sin darse cuenta de que yo acababa de encontrar la idea directriz de
toda mi vida.
Cuando salimos del teatro y
durante todo el camino de regreso, la idea de convertirme en una bailarina fue
para mí una obsesión, y se lo manifesté a mi madre.
Mi pequeña Niura, díjome,
haré que aprendas a danzar y cuando estés en edad de casarte te conduciré al
baile.
Pero yo no pensaba en el
baile sino en el ballet de la Opera. Persistí tenazmente en mi resolución.
Mi madre no quería que la
abandonara para entrar en la escuela de baile; pero al fin se resignó. La
consideración de nuestra pobreza la decidió a consentir en el sacrificio,
pensando en el día que ella me faltara y estuviera yo sola enfrente de la lucha
por la vida.
Los reglamentos prohibían
aceptar alumnas en la escuela de danza antes de los diez años, y hubo que
esperar. El día preciso de mi décimo aniversario fuimos a casa del director de
la Escuela del Ballet Imperial. Fui aceptada y lloré de alegría más que lo que
lloré por la separación de mi madre. Mi vida estaba definitivamente trazada.
Entrar en la Escuela del
Ballet Imperial era ingresar en un convento, en donde toda frivolidad está
proscrita y en donde reina una regla inflexible y una disciplina de hierro.
Todas las mañanas a las ocho, el repique solemne de una gran campana no
despertaba, y nos vestíamos bajo la mirada severa e inquisidora de una
gobernante a quien incumbía el cuidado de velar porque nuestras manos
estuvieran bien frotadas, nuestras uñas cuidadas y pulidas, y los dientes
convenientemente cepillados y blancos. Una vez listas íbamos a la oración
matinal, cantada por unas alumnas mayores ante un ícono, bajo el cual ardía una
lámpara vacilante de luz rojiza. A las nueve nos servían el desayuno, de té,
pan y manteca, y enseguida comenzaba la lección de danza.
Estábamos todas reunidas en
una vasta pieza clara, de elevado plafón, amueblada únicamente por algunos
bancos, un piano y enormes espejos, y en cuyos muros colgaban retratos de
soberanos rusos. Después de la lección, al mediodía, la campana anunciaba la
hora del almuerzo, al fin del cual se nos conducía al paseo. De regreso de
este, hacíamos algunos ejercicios más, hasta la hora de la comida; después de
la cual nos permitían algunos minutos de vagar, antes de recomenzar nuevos
ejercicios de esgrima, de música y de ensayos de danzas destinadas a ser
representadas en el Teatro Marinsky. Los días de fiesta nos llevaban a los
teatros imperiales, para ver los dramas de nuestros grandes autores rusos y los
del repertorio francés en el Teatro Michel.
Me acuerdo que una vez,
estando muy pequeña todavía, el Emperador Alejandro III y varios miembros de la
familia imperial, vinieron a asistir a una de nuestras representaciones.
Después del baile, el Zar tomó en sus brazos a mi amiguita Stanislaya
Belinskaya y la besó. Yo rompí a llorar, diciendo: “Quisiera que el Emperador
me tomara también en sus brazos”. El Gran Duque Wladrmiro, riendo, me hizo
sentar sobre sus rodillas; pero recuerdo que eso no me satisfizo.
A los diez y seis años dejé
la escuela de baile, y obtuve el derecho de ser llamada “primera danzante”, que
es un título meramente oficial. Más tarde obtuve el de “bailarina”, que sólo
cuatro poseemos hoy en Rusia.
La lectura de la vida de la
Taglioni, me despertó el deseo de figurar en las escenas del extranjero. La
célebre bailarina italiana, danzaba en Londres, Viena, París y en la propia San
Petersburgo, donde todavía se conserva el molde de su pie diminuto y
prodigioso.
Uno de los primeros
ejercicios de la futura bailarina es aprender a tenerse sobre las puntas de los
pies. Al principio no es posible tenerse más de un segundo; pero gracias al
ejercicio metódico, se logra adquirir una fuerza suficiente en los músculos de
los dedos para poder dar algunos pasos en esa guisa, al principio con embarazo,
como quien empieza a patinar, después a medida que se va adquiriendo seguridad,
se llega a caminar sobre la punta de los dedos con perfecto desenfado. Luego de
haber triunfado sobre esta dificultad inicial, la discípula se familiariza con
una multitud de pasos variados y complicados, y además de los movimientos del
ballet clásico, aprende danzas nacionales e históricas, el minueto, la mazurca,
las danzas húngaras, italianas, españolas.
Como en todas las ramas del
arte, el éxito depende del mayor esfuerzo, de la iniciativa individual y de la
mayor cantidad de trabajo posible. Una bailarina que llega a la perfección no
puede permitirse el reposo, y si quiere conservar su virtuosidad, es indispensable que haga ejercicios todos los días,
de igual manera que un virtuoso del piano.
La bailarina debe saber
adoptar actitudes graciosas y variadas sin cesar, de suerte que el espectador
no experimente ninguna lasitud ante gestos demasiado monótonos.
Mi primera tounée por el extranjero comenzó en
Riga, en 1907. Las calles tortuosas, las casas góticas de esta ciudad no son
rusas, sino alemanas. Los buenos alemanes de Riga me hicieron una acogida
encantadora. Seguí a Estocolmo, Copenhague, Praga y Berlín, y en todas partes
mis danzas fueron acogidas como la revelación de un arte insospechado.
En Estocolmo, el rey Oscar
vino a ver nuestros bailes. Un día fui sorprendida por un Chambelán de la
Corte, quien venía a informarme que Su Majestad deseaba verme en su palacio, y
a poco un carruaje llegó en mi busca. El rey me recibió dirigiéndome un
discurso lleno de gracia, para expresarme su gratitud por el placer que mis
danzas le habían dado. El viejo rey me confesó que entre todas prefería las
danzas meridionales, especialmente las españolas. El benévolo gesto del rey me
enorgulleció sobremanera; pero encontré mucho más encantadora aún la
espontaneidad de la muchedumbre, que una noche quiso escoltarme triunfalmente
desde el teatro hasta mi hotel.
En la muchedumbre había
gentes de todas condiciones: burgueses, empleados, obreros, costureritas,
floristas, vendedoras de almacén. Todos seguían mi carruaje en silencio y se
estacionaron delante del hotel, hasta que me hicieron saber que esperaban verme
mostrar al balcón. Me asomé y una tempestad de hurras rompió aquel largo
silencio, y cantaron aires nacionales en mi honor. Yo me devanaba los sesos sin
lograr expresarles mi emoción. Al fin se me ocurrió una idea: penetré en mi
cuarto y volví con los manojos de flores que me habían tirado en la escena, y
arrojé a la muchedumbre las rosas, las lilas, las violetas y los lirios. La
multitud continuaba aplaudiendo al pié de los balcones. Un tanto embarazada
ante aquella insistencia, dije a mi camarera:
“¿Qué he hecho, pues, para
provocar en ellos tal entusiasmo?”
“Señora, me respondió, vos
los habéis hecho felices permitiéndoles olvidar por una hora la tristeza de la
vida”. La respuesta de aquella sencilla campesina rusa, daba a mí arte un fin
nuevo.
El año siguiente partí para
Leipzig, Praga y Viena. En estas capitales dancé el arrobador “Lago de los
Cisnes” de nuestro Tchaikovsky y más tarde revelé el arte del ballet ruso en
París. En Londres tuve el honor de danzar ante Sus Majestades el rey Eduardo y
la reina Alejandra, y en seguida comencé una gira por América que fue una
verdadera marcha triunfal; pero que me impuso fatigas enormes. Habitaba el tren
especial que nos transportaba a todos lados a través de millares de leguas.
Aconteció muchas veces que llegábamos a una ciudad con el tiempo justo de ir al
teatro para la representación y una vez terminada ésta se nos expedía, o mejor,
se nos fulminaba como una tromba, a la estación del ferrocarril, para seguir
rodando vertiginosamente otras doce o veinte y cuatro horas, hacia otra ciudad
y otra representación. La prueba fue decididamente demasiado fuerte para mis
nervios, y a pesar de que en América han querido que vuelva, confieso que me
falta la fuerza para realizar aquella travesía fulgurante al través del nuevo
continente.
He charlado tanto de mi
persona, que ya me siento con ánimo de aprovechar la coyuntura para responder
públicamente a una pregunta que se me hace a menudo. ¿Por qué no me caso? La
respuesta es simplísima. Estimo que una verdadera artista debe sacrificarse
enteramente a su arte, y que no le es dado llevar una existencia semejante a la
que las demás mujeres desean y anhelan. A la artista le están prohibidos los
tranquilos goces del hogar y los dulces quehaceres de la familia. El arte no
permite rivales.
El viento del norte agita
los pinos del bosquecillo que bordea mi quinta, el bosquecillo aromado de
resinas en donde, de niña, amaba pasearme en los crepúsculos y soñar.
Las estrellas brillan en la
melancolía aterciopelada de la noche. He terminado mi relato ingenuo, y al
trazar los últimos renglones he comprendido mejor la ventaja de la unidad
simplista de mi vida: perseguir siempre y sin reposo, un fin único: el éxito.
Lo he encontrado, no en los aplausos del teatro, sino en la íntima y segura
satisfacción de haber cumplido mi destino.
Cuando niña creí que el
éxito me traería la felicidad. Me engañaba. La dicha es como la mariposa
versicolor e inquieta, cuya aparición encanta un instante, y después huye….
ANNA PAVLOVA.
(Publicado en el Periódico “El Nuevo
Diario”. Año 1913).
Anna
Pavlova, la insuperable bailarina rusa, falleció a la edad de 49 años como consecuencia
de una neumonía que se complicó, durante una gira por los Países Bajos. Se negó
a realizarse una operación y murió de pleuresía en la habitación del hotel en
donde se hospedaba en La Haya. Murió, el 23 de enero de 1931, ocho días antes
de que la consagrada artista cumpliera medio siglo de vida. Antes de su último
suspiro, la Pavlova solicitó que le trajeran el traje del cisne que actualmente
se exhibe como una preciada reliquia en el Grand Opera de París.
Sus
restos fueron incinerados y sus cenizas colocadas en un columbario,
conjuntamente con la cenizas de su marido Víctor Dandré, en el Crematorio Golders
Green en la ciudad de Londres (Inglaterra).
Bajo los auspicios de los “Archivos Internacionales de la Danza"
tuvo lugar últimamente en París, una conmovedora exposición de recuerdos de Anna
Pavlova, la prodigiosa bailarina rusa, muerta en La Haya, el 23 de enero de
1931. Damos a continuación algunos recuerdos íntimos que debemos a la pluma de
Víctor Dandré, marido de la célebre bailarina, y publicados precisamente con
ocasión de esa retrospectiva exposición:
ANNA
PAVLOVA EN LA INTIMIDAD
Escrito
por su marido: Víctor Dandré.
“El 12 de febrero de 1881, nació en San Petersburgo,
dos meses antes de tiempo, una chiquilla débil y delicada. Sus padres
decidieron bautizarla inmediatamente, lo que se llevó a cabo el 13 de febrero.
Junto a la pila bautismal se le dio el nombre de Anna; la fiesta de esa santa
caía en ese mismo día.
Durante varios días la niña
fue puesta entre algodones, y una pequeña llama de vida brillaba débilmente en
ella. Un poco más tarde tuvo que luchar con diversas enfermedades infantiles:
Escarlatina, difteria, etc. De la edad de 4 años, jugando cerca de la mesa de
té se enredó con el mantel tumbando el “Samovar” y se quemó la mano izquierda:
Esta marca le quedó para toda su vida.
Para mejorar la salud de la
pequeña se dispuso ponerla al cuidado de su abuela, que habitaba en Ligovo
(población cerca de St. Petersburgo). Un cálido afecto nació entre la pequeña
Niura, como se la llamaba en familia, y la abuela, quien se entregó
completamente a cuidar a la nieta. La niña por su lado se apegó de todo corazón
a su abuela. Este afecto duró hasta la muerte de la viejecita. La vida del
campo le fue provechosa a la niña. Con el aire puro se desarrolló volviéndose
cada día más fuerte.
Ligovo, que es hoy en día
una pequeña ciudad, era por aquel entonces una aldea rodeada de campos y
bosques. Esta vida en medio de la naturaleza severa y melancólica de la Rusia
septentrional produjo sobre la chiquilla una impresión que no se borró jamás.
La niña carecía de distracciones. La familia de Niura era pobre. La niña
encontraba un placer especial a la llegada precoz de la primavera, en coger por
los campos las campanillas blancas. Ana conservó siempre una especial ternura
por esas flores. Su alegría brotaba espontánea con la llegada de la primavera y
la aparición de las primeras flores. Corría por los bosques en pos de grandes
mazos de lirios que abundaban en esos campos austeros. En verano jugaba alegremente
cortando flores y recogiendo las bayas, y en otoño los hongos. Los inviernos de
nieves espesas tenían también su encanto. Esta naturaleza penetró profundamente
en el alma de la niña que desde esa edad conservó para siempre en la vida ese
sentimiento de comprensión y belleza que no la abandonó jamás.
Para los que conocieron a Anna
Pavlova le sería imposible remplazar su imagen por una descripción; pero para
los que nunca la vieron y para las generaciones del futuro creo necesario hacer
una descripción de su exterior, y por eso quiere citar su “Retrato Literario”
concebido por el crítico inglés Cyril W. Beaumont.
En su necrología de la
Pavlova él escribe:
“Poseía
un cuerpo admirable, hecho para la danza. Tenía bellas manos de afilados dedos;
sus pies, sobre todo el empeine, eran soberbios. Tenía un rostro pálido y
ovalado, la frente alta, cabellos oscuros y grandes ojos color de cerezas
maduras. Su cabeza estaba perfectamente bien puesta sobre un cuello de cisne;
su expresión tenía algo de poético, de incitante, de autoritario, conscientemente
cambiante como el rostro de la naturaleza. Su cuerpo era un instrumento de los
más sensibles, respondía a las inspiraciones de la danza y vibraba al menor
contacto”.
Al primer golpe de vista la
Pavlova en traje de calle no producía ningún efecto. Según confesión de
periodistas y espectadores parecía imposible admitir que esta mujer de rostro
pálido y de apariencia frágil y delicada pudiese ser Anna Pavlova, la creadora
escénica de tantas imágenes llenas de gracia, hechicera y vigorosa maestra del
arte coreográfico. Pero al fijar sus ojos en el interlocutor y empezar a hablar
producíase un brusco cambio por el milagro de su conquistadora individualidad.
Esa gracia extraordinaria la conservaba en su vida privada. Sus movimientos
eran tan delicados, tan armoniosos, llenos de tal atractivo, que los que la
veían vivir, experimentaban un irresistible sentimiento de seducción tan solo
de verla pasearse, o de servir el té o de oírla hablar de cosas banales.
La Pavlova poseía unas manos
tan expresivas que tomaban parte en su conversación. La artista ilustraba tan
elocuentemente sus palabras y sus pensamientos, que aún los que no comprendían
la lengua que hablaba, adivinaban por el movimiento de sus manos de qué se
trataba, con todos los más ínfimos detalles, que ella tenía el dón de
transmitirlos a su auditor. Su cuello extraordinariamente bello, formaba una
línea de una armonía perfecta desde la cabeza hasta los hombros. Las líneas de
su cuerpo estaban maravillosamente bien proporcionadas. Hasta su muerte
conservó su silueta juvenil que fue el asombro de todas sus modistas. Sus
piernas delicadas y finas, sus pies de prodigioso empeine eran fuertes e
incansables.
Los periodistas y los
representantes de revistas de modas preguntaban con insistencia su secreto: “¿De qué medio se valía para conservar ese
cuerpo de muchacha?”.
No le creían cuando
aseguraba que comía de todo exceptuando comidas demasiado pesadas y que todo su
secreto consistía en la moderación, y en el gran número de ejercicio físicos
que contiene la danza.
Otro secreto que intrigaba a
los que la rodeaban era la belleza de su piel. En efecto, estando obligada
durante años y años a darse un maquillaje diario, ¿Cómo conservaba esa
frescura? Los curiosos quedaban desilusionados cuando ella les respondía que en
toda su vida sólo había usado la vaselina blanca.
Desde pequeña la Pavlova
adoraba a los animales. A su salida de la Escuela Imperial le fue obsequiado un
soberbio “Leomberg”. Más tarde el célebre explorador polar Sedoff le trajo de
la Tierra Nueva un perro polar (laika) de una belleza excepcional pero muy
salvaje; se escapaba con frecuencia de la casa hasta que un día desapareció
para siempre. Durante varios años la Pavlova crió un magnífico bull-dog inglés,
llamado “Bull”. Todo el mundo lo conocía y era popular en St. Petersburgo; en
América se compró un “boston-terrier”, “Poppy”, que durante muchos años nos
acompañó en nuestras largas jiras a través de la América del Norte y del Sur.
Una de las causas por la
cual la Pavlova había escogido a “Ivy-House” para su residencia, era por su
gran jardín a todo el largo del “Golders Green Park”, que daba la impresión que
la casa estaba separada de toda la vecindad por un enorme espacio de verdura.
Además la sedujo el canto de los pájaros cuando por primera vez visitamos este
jardín.
Durante muchos años esa casa
había estado deshabitada, el jardín se encontraba en el más completo abandono y
los pájaros lo habían tomado como lugar de residencia. Se la limpió, se la
transformó varias veces, pero los pájaros nunca la olvidaron. Desde las
primeras horas de la mañana se oían sus gorjeos y podía uno imaginarse
fácilmente que estaba muy lejos de la ciudad. Adornaron el jardín de
“Ivy-House” muchos matorrales llenos particularmente de mirlos blancos y
negros, y de innumerables pájaros que se consideraban allí como en su casa en
plena seguridad, multiplicándose cada día.
Poco tiempo después de
nuestra instalación en "Ivy-House" le regalaron a Anna dos cisnes. El
macho se llamaba “Jacques”, un soberbio pájaro grande y huraño, que no permitía
que nadie se le acercase. Fue a costa de mucho trabajo que la Pavlova pudo
llegar a apresarlo.
Habiéndose habituado a la
casa, rodeándose de una gran familia, "Jacques" volvióse más y más
familiar y acabó por habituarse a la Pavlova. Ella lo ponía sobre sus rodillas
y rodeaba su cuello con el largo cuello del cisne, quien soportaba todo sin
protestar.
Una gran discordia brotó
entre los cisnes acabando con la paz familiar. "Jacques" le tomó
aversión a uno de los cisnes más jóvenes y éste escogiendo una compañera huyó
al parque vecino donde fundó un nuevo hogar.
"Jacques", el
patriarca de la familia, murió poco tiempo después de nuestra partida. De
regreso no encontramos más que tres cisnes; poco tiempo después la mujer de “Jacques"
murió a su vez quedando en el nido tan sólo dos cisnes.
VÍCTOR DANDRÉ.
(Traducción Revista “ELITE”, el 12 de mayo de 1934).
Las cenizas de Anna Pavlova colocadas en un columbario, conjuntamente con las de su marido Víctor Dandré, en el Crematorio Golders Green de la ciudad de Londres (Inglaterra).
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