(24/07/1857
- 17/12/1935)
Escrito por: Rafael Ángel Arráiz
(Publicado en el diario “El Universal”, el 22
de Diciembre de 1938)
Impresionante multitud del pueblo presente durante el entierro del Benemérito General Juan Vicente Gómez, Presidente de la República de Venezuela.
Caracas, 17 de diciembre de 1938. Hace hoy tres años que murió el
General Gómez en su residencia campestre de Maracay .
Yo le ví morir. Estuve a su lado durante las horas de su altiva
agonía; oí sus últimas palabras; contemplé las expresiones postreras de su
rostro moribundo, que delataban la persistente tortura de crueles dolores,
mientras contemplaba también intacta en la mesa de noche la ampolleta de sedol
que se negó a poner; ví cuando al despedirse de la vida abrió los ojos para
besar el Cristo de marfil que manos filiales habían colocado sobre sus labios;
y, ya cadáver, besé su frente cayendo sobre ella las lágrimas de mi pena, y
estreché entre las mías aquella mano varonil que durante veinte y siete años
mantuvo en alto y con gloria y sin que sufriera nunca ni la afrenta de una
amenaza, ni la vacilación de una incertidumbre, ni la perspectiva de un
peligro, ni el sonrojo de una debilidad, la
Bandera que cobijó la sombra augusta del Libertador.
Lleno de solicitud conmovida, presté mi concurso en los
preparativos del entierro, que fue cesáreo; y ayudé a enjaezar para la
ceremonia en la oficina de sus hijos, que me son tan queridos, aquel su
predilecto caballo de fuego como su nombre: Fogonazo, en donde varias veces le
vimos erguido pasando revista al Ejército en parada, unas en las llanuras
maracayeras, otras en el Campo de Carabobo frente al soberbio Monumento que su devoción
bolivariana levantó a la gloria de nuestro Gran Padre y Señor. Metí mi hombro
bajo el féretro empenechado con la
Bandera Nacional ; y contemplé aquella manifestación silenciosa
que lo condujo hasta el sepulcro, comparable tan solo en solemnidad a aquella
otra manifestación estruendosa que pocos años antes le había tributado el
pueblo de Caracas, cuando al juramentar su última Presidencia le condujo desde
el Capitolio hasta Miraflores llevándolo casi a cuestas solitario en su carro
descubierto de doce cilindros.
Testigo fuí de los acontecimientos de aquellos días. Testigo de
las actitudes de sus hombres; de las lágrimas que cayeron sobre su yerto
cuerpo; de los gritos escapados de pechos varoniles; de los húmedos ósculos que
se estamparon sobre su frente; testigo de todo aquel dolor silencioso,
respetuoso, solemne, que rodeó su sarcófago ante el cual se inclinaron espadas
y charreteras, frentes y corazones. Y cuando le dejamos allí, al abrigo de las
florestas risueñas de Aragua que el amó tanto o más que a sus nativas montañas
andinas, legó a la nación el tesoro de ese brillante Ejército que constituye el
orgullo primordial de la
República , el sostén y seguridad de la patria, la
perdurabilidad de las instituciones, del hogar, de la familia, de las tradiciones
venezolanas, de la majestad de la
Bandera que ampara el reposo de nuestros Héroes.
Ahora después de tres años al volver a la
Patria , he recorrido todos aquellos sitios y las cosas grandes
que dejó a su paso y que eternizan su memoria; así como las cosas humildes como
su vida que le eran familiares, desde el retiro campesino que le prestó refugio
hasta el lecho angosto y de hierro sin cortinajes donde rindió sin una queja su
vida. Allí, en medio de las campiñas aragüeñas, fue donde con sus propias manos
colgó de los cintos varoniles las espadas que hoy son el sustentáculo de la
paz, y desde allí mantuvo siempre, como una advertencia, montada su guardia de
leones en las patrias fronteras para asegurar la integridad nacional.
Y es también ahora, a los tres años de su muerte, que me toca a
mí, a un hombre civil que le sirvió lealmente, responsablemente, y con un
absoluto desinterés, dejar sobre su tumba estas frases de consecuencia a su
memoria, en medio de la tempestad de ultrajes desatada contra ella y que es
hija del contubernio abominable del despecho impotente de la demagogia
destructora.
Largos años estuve al servicio del Gobierno que presidió el
General Gómez en cargos de confianza y teniendo a veces en mis manos la
autoridad ejecutiva. Jamás recibí de él la más pequeña insinuación que me
obligara a saltar por sobre los límites de la equidad y de la corrección; antes
por el contrario, y yo no tengo reparo en declararlo así, cuando me fue
indispensable tal vez extralimitar la acción en defensa de los intereses
públicos puestos bajo mi responsabilidad, tuve siempre necesidad, para no
desmerecer en su confianza, de aclarar mis actitudes y de justificar mi
conducta. Nunca le oímos sino recomendar a sus servidores el buen
comportamiento; y no fueron pocos los amigos de su cariño, y hasta familiares
muy queridos, a quienes relegó para siempre de su lado como consecuencia
de injustificados procedimientos. Le serví en la más alta representación
diplomática y estuve como Delegado
del país en Conferencias Internacionales donde se ventilaron graves cuestiones
que interesaban a la
República. Y al recordar este honor, lo hago para afirmar
que siempre junto a su memorándum de instrucciones, venía de parte de él este
mensaje encendido como una antorcha de fiel nacionalismo: “Somos amigos de
todos, pero más que amigos de Venezuela; y a la hora de defender los intereses
de Venezuela, no somos amigos de nadie”.
Durante los largos años también viví a su lado sin dejar de verle
y de oírle un solo día, durante varias veces. En esa permanencia a su lado tuve
oportunidad de acumular un precioso material que anda por ahí casi organizado,
con el cual espero contribuir en su hora al conocimiento de hechos y sucesos de
nuestra historia política, acaso sensacionales. En esos trabajos figuran sus
hombres y la colaboración que le prestaron; los proyectos que acarició y que en
su mayor parte fracasaron por el estatismo y la inercia de algunos; sus anhelos
por engrandecer el trabajo y la vida del campesino y sus necesidades, que siempre
puso por encima de las del obrero; y hasta sus visiones atrevidas de renovación
política hijas de su mirada de águila. Hasta hay en ese material cosas
regocijadas que pertenecen al género chico, que de todo tuvo a su lado: desde
el hombre de acción siempre listo para el sacrificio por la patria, hasta el
tipo pintoresco que vivió arrimado a la sombra de su luz, y el consumado actor
que supo representar su farsa y que nunca prestaron ni una idea, ni un
esfuerzo, ni una iniciativa, a la obra del bien público. En medio de todos fue
el único que siempre estuvo en su puesto sin desorbitarse un solo instante. En
la hora risueña, como en
las horas de tragedia, se encogía de hombros y con elegante desdén escuchaba la
algarabía estruendosa de los farsantes. Tenía la conciencia de su destino; y
siendo como era un hombre de extrema humildad, de una modestia insuperable que
no alteraron nunca los halagos de la vanidad, para representar a la patria, a la
Magistratura que ejercía, al poder público confiado a su
pericia, invistió su figura de una majestad respetuosa, de una incontrastable
autoridad, de un atributo de mando que no le abandonó ni cuando estaba tendido
en su urna funeraria. Como Jefe de Estado, en toda su vida y en cualquier
instante de ella, guardó la postura altiva de quien está oyendo el Himno
Nacional o agitando en sus manos la
Bandera de la
Patria. Por eso nadie antes que él dió nunca el primer
paso. En medio de los pro-hombres que le visitaban a menudo para rendirle
pleitesía: Mariscales de Francia; Caudillos victoriosos que mandaron legiones
en la
Guerra Mundial ; Jefes de Estado; Ases de la
Aviación ; políticos notables; Literatos de fama; hombres de
ciencia; diplomáticos; mitrados; millonarios; grandes poetas; todo lo que es en
fin orgullo y prez del mundo moderno que pasó por su lado, sintió enseguida el
desconcierto de su personalidad extraordinaria ante la cual ninguna apareció
nunca más alta. Hasta cuando llegó a su poder como una
ofrenda la espada veterana de Tannenberg, la supo empuñar con su mano fuerte de
venezolano auténtico.
Nunca le oí en los años que pasé a su lado pronunciar una palabra
malsonante; ni nunca le ví humillar a nadie; ni hablar mal de nadie; ni tolerar
que en su presencia se hablase mal de nadie; así fuese de sus más enconados
enemigos, a quienes siempre consideró hombres resueltos. La disciplina de su
vida fue perfecta, y se la infundió a todos: a sus hijos y a sus servidores, a
jueces y soldados, a civiles y militares. Fue el primer gobernante que llevó a
los más altos cargos de la milicia y de la magistratura a los hijos del pueblo
que habían sabido iluminar su vida por el trabajo, por la eficacia, por la
competencia y las virtudes. Hijo del pueblo como era, de genuina extracción
popular, nacido en la montaña y desde niño en lucha perenne con la existencia
hasta llegar a la cumbre donde llegó y poder “entrar a caballo en la historia”,
su vida constituye la más alta expresión del triunfo del personal esfuerzo, el
ejemplo más elocuente de hasta donde es capaz de llegar el hijo del pueblo
venezolano cuando lo alientan y fortalecen las virtudes de la fe, de la
constancia y del honor. No en balde, ni por obra de las casualidades, se manda
veinte y siete años en un país como Venezuela ,
ni se gobierna con la autoridad con que supo hacerlo el General Juan Vicente
Gómez, sin poseer un magnífico tesoro de extraordinarias dotes. Quienes tratan
de empequeñecer su personalidad de venezolano, lo que hacen es reducirse ellos
mismos al oscuro rincón de su propia insignificancia.
Esta pequeña página de recuerdo se la debía yo al General Gómez
por un imperativo de gratitud, que es para mí la suprema moral humana. Fuera de
la estimación con que me honró, del apoyo
que le prestó como un
lazarillo ideal a los primeros pasos de mi juventud, agrego para cerrar estas
líneas, un desahogo de mis personales sentimientos que justifica la
inquebrantable fidelidad de mi recuerdo. Y es el siguiente:
Estaba yo postrado en la
Clínica de los Mayo esperando ser sometido a una
operación considerada mortal. Advertido de este peligro por la voz de la
sabiduría y de la ciencia para que tomase las providencias del caso
desesperado, seguro de morir, puse entonces bajo el amparo de la piedad del
General Gómez el único tesoro que he tenido en mi vida y que son mi noble
compañera y mis hijos. La respuesta no tardó horas. “Opérese tranquilo,
que en caso desgraciado yo velaré por su familia”.
Entonces, ante aquel despacho que me venía de la patria lejana
envuelta en el vago perfume de la esperanza, me tendí tranquilo en la mesa de
operaciones de la célebre Clínica que es un orgullo de la humanidad. Había
desaparecido la preocupación torturante de mis pensamientos ante aquellas
frases finales del cablegrama,
cuyo valor yo conocía.
En efecto, no había realidad comparable a una promesa del General
Gómez; ni nada más seguro que su palabra; ni nada más firme que su diestra
tendida; ni nada más leal que sus brazos abiertos.
RAFAEL ÁNGEL ARRÁIZ
El
Arzobispo de Caracas, Monseñor Rincón González, acompaña el cortejo fúnebre con
los restos del Presidente de la República de Venezuela, Benemérito General Juan Vicente
Gómez, por las calles de Maracay junto con la multitud del pueblo.
El féretro del Presidente de
la República de Venezuela, Benemérito General Juan Vicente Gómez, siendo conducido a hombros
por las calles de Maracay. Sobrevuelan cuadrillas de la Aviación Militar Venezolana en homenaje a su Fundador ante la gran concurrencia del pueblo venezolano. Varias
carrozas portan coronas fúnebres como expresión de admiración, cariño y
recuerdo.
El
Presidente de la República de Venezuela, Benemérito General Juan Vicente Gómez,
recibiendo los máximos honores militares en el Panteón de la ciudad de Maracay
en donde reposan sus restos.
Pueden ver los siguientes videos históricos:
Juan Vicente Gómez: Tiempo y figura.
Juan Vicente Gómez, recordado por su pueblo.
Juan Vicente Gómez: Semblanza histórica.
El Panteón del General Juan Vicente Gómez.